miércoles, 16 de mayo de 2018

Tambores de guerra

Esta es la expresión con que, de manera inocente, solemos referirnos a las situaciones prebélicas. Digo de manera inocente, porque de alguna manera la expresión perece señalar, más a situaciones de película de Hollywood que a situaciones reales. Y es que, en casi ningún caso, el día que comienza una guerra alguien sabe que la guerra está comenzando: Si a cualquier polaco le hubieran dicho el treinta y uno de Agosto de 1939, que al día siguiente se iba a despertar con la Wehrmacht desfilando por delante de su casa; y que después se iba a organizar otra guerra de escala planetaria, como la que habían sufrido apenas veinticinco años antes, es posible que hasta se hubiera reído. Por increíble que parezca, en España el Gobierno de la Segunda República no declaró el estado de guerra casi hasta el final de la misma.

Entre 1991 y 2001sucedió lo que a todo el mundo le parecía absolutamente impensable, cual era que tuviese lugar una guerra dentro de Europa. Una guerra o varias guerras, que sería lo más correcto para definir lo que ocurrió en Yugoslavia. Sin embargo, todavía  a estas alturas de la Historia, de esta Historia que ya no se estudia en los colegios, podemos decir que más del noventa por ciento de los europeos realmente ignora lo que allí ocurrió. Y por eso, puede que se repita. Tras la muerte del Mariscal Tito, las tres comunidades que hasta entonces habían convivido en Yugoslavia sin problema alguno, serbios ortodoxos, croatas católicos y musulmanes; más kosovares de origen albanés y macedonios de origen griego, pero principalmente los primeros, emprendieron una escalada nacionalista sin precedentes desde la Primera Guerra Mundial. Nadie, insisto nadie, se hubiera creído que las cosas iban a llegar hasta donde llegaron. Es más, los europeos occidentales, tan comprensivos y tan bien pensantes, “entendían” que hubiese fricciones entre distintas comunidades. Unas fricciones que nadie entendería entre bávaros y renanos, entre alsacianos y loreneses, entre galeses e ingleses o entre normandos y bretones. Pero claro, nuestra superioridad moral sobre los países recién salidos del socialismo… Todo el mundo vio con cierta incredulidad y cierta curiosidad los discursos de Slobodan Milošević llamando a la expulsión de croatas y musulmanes de Serbia. Luego, las arengas de Radovan Karadžić en Bosnia Herzegovina, pidiendo ayuda a sus hermanos serbios para matarlos. Después vinieron el cerco a la ciudad desarmada de Sarajevo, donde los francotiradores serbios cazaban literalmente a la población civil: serbios, croatas y musulmanes que querían convivir en paz, como habían hecho siempre; y a Srebrenica donde se habían refugiado los perseguidos, para matarlos de hambre. Cuando ya la comunidad internacional -no la europea- decidió intervenir mandando cascos azules a Srebrenica, les ofrecieron el edificante espectáculo de sacar a las mujeres y a los niños y fusilar en masa al resto de la población hambrienta, desarmada y desesperada. Ante la mirada impasible de los cascos azules, por cierto.

No existe el nacionalismo moderado. En primer lugar porque el nacionalismo no es ninguna ideología sino un sentimiento: no existe un solo teórico político ni filosófico del nacionalismo, entre otras cosas porque este, como digo, no es más que la exacerbación de un sentimiento. Un sentimiento que en cada caso puede ser manipulado a placer: la demanda de un territorio perdido; la de un imperio perdido; la ofensa ancestral por una invasión, la venganza por una antigua represión… En todo caso, el nacionalismo siempre busca un elemento de cohesión como puede ser una historia común, una tradición común, una religión común, un territorio común, un lenguaje común o varias de esas cosas a la vez.

Y lo que es más importante, el nacionalismo siempre es expansivo y violento. Puede hacerse pasar, estratégicamente y durante un tiempo, por una fuerza pacífica, democrática y no violenta. Dentro de casa, segregará a la población entre “los nuestros” y “los de fuera”, a los que hay que someter, marginar, culpar de todos los males y, si se resisten, perseguirles. En esas circunstancias, irá recabando tanto poder como le sea posible, exigiendo siempre un poco más. Pero llegará un momento en el que sus exigencias se hagan insostenibles y por supuesto, la culpa la tendrán “los de fuera”. En ese momento, toda persecución, amenaza o acto violento se justificará como defensa propia. Propia, por supuesto de los que mandan, pero los que obedecen se someterán con gran docilidad con tal de no ser considerados “de fuera”. Es un mecanismo psicológico infalible. Lo que sucederá en adelante está más que estudiado y demostrado cien veces, no solo en Sarajevo y en Srebrenica… Que la comunidad internacional lo vea como una peculiaridad propia de cada territorio, suele anunciar que nadie, repito nadie, ni en Europa ni en el resto del mundo va amover un solo hombre, una sola arma ni un solo dólar por venir a echarte una mano. Y si no, pregunte en Sarajevo.


Por último, una precisión semántica: un patriota es aquél que está dispuesto a dejarse matar por su patria y por los derechos de todos; un nacionalista es aquél que está dispuesto a matar por sus privilegios. Podemos seguir mirando hacia otro lado y no hacer nada, pero es cuestión de tiempo. 

3 comentarios:

  1. Muy buen artículo, Gonzalo. Los nacionalismos son la peste de los pueblos. Y nada tienen que ver con el amor a tu tierra, a tu lengua o a tus tradiciones. Los nacionalismos siempre son excluyentes. Y muy peligrosos...

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  2. Muchas gracias, Carmen. Ya sabes lo que tus comentarios significan para mí, aunque casi nunca estemos de acuerdo. Pero en este caso es imposible no estarlo: dos guerras mundiales creo que son suficiente argumento.

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  3. Hola Gonzalo. Me encanta y estoy totalmente de acuerdo. Lo cual me da miedo pero creo que nos dirigimos hacia in enfrentamiento.

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