Imagínese usted las
siguientes situaciones: Primera, usted acaba de tener un accidente en la
carretera, su familia permanece dentro del coche y usted lo abandona para pedir
auxilio. Se para un coche del que baja un ciudadano que, lejos de prestarle
ayuda, saca su móvil y empieza a filmar los cristales rotos, la cara de sus
hijos y los chorreones de sangre. Segunda, se ha iniciado un fuego imparable en
su oficina y corre usted a la salida de emergencia. Sin embargo, se la encuentra
bloqueada por varios de sus compañeros que, en lugar de precipitarse por la
escalera abajo, se han quedado a filmar el incendio con sus móviles. Y tercera,
es usted el capitán de un barco al que se ha abierto una gran vía de agua y se
está hundiendo. Es usted consciente de que debe ser el último en abandonar el
barco, pero no puede hacerlo porque algunos pasajeros están apurando hasta el
último minuto antes del hundimiento, para inmortalizarlo con sus teléfonos
móviles.
Ahora vayamos a una
situación real: ayer mismo salía en televisión, en directo, cómo los policías
franceses desalojaban los Campos Elíseos conminando a los peatones a
abandonarlos, mientras estos se resistían para poder inmortalizar con sus
teléfonos la escena de sus compañeros recién asesinados. Para aquella banda de
energúmenos, lo importante no era que otro energúmeno peor que ellos acabase de
descerrajar dos tiros a un par de agentes. A dos agentes cuyas mujeres e hijos
les esperaban esa misma noche a cenar en casa, para hablarles sobre sus
problemas, sus notas del colegio o la factura del seguro. No, lo importante, lo
que hacía importantes a esos dos agente sobre sus compañeros que ahora les
mandaban desalojar los Campos Elíseos, era que se desangraban tirados en el
suelo como perros, en una postura imposible. Y eso amigo, esa escena en
primicia en mi Facebook o en mi Instagram, puede llegar a darme miles de
visitas y miles de “megus”. Es mi minuto de gloria y no pienso renunciar a él.
Ni aunque algún estúpido aguafiestas publique un artículo en su blog, diciendo
que soy un carnicero de mierda. Después de todo, a él le leerán como mucho dos
mil personas y a mí muchísimos miles más. Envidia es lo que tiene.
Vivimos en una sociedad
absolutamente despreciable. Una sociedad en la que tenemos de todo y, lo que es
mejor, la capacidad de alcanzar todo aquello que se nos antoje. Más todavía, no
solo la capacidad sino el derecho de alcanzarlo gratis si otro lo ha alcanzado,
aunque haya sido luchando. Pero es que no vale con tenerlo todo, además hay que
demostrar que lo tenemos. De nada me vale tener el mejor coche si no puedo
aparcarlo en mi plaza de garaje para que lo vea todo el vecindario; de nada me
vale -o más bien no me interesa- visitar París si no me hago un selfie ante la
torre Eiffel, Londres si no me lo hago ante el parlamento o Nueva York si no
salgo de pareja en mi cámara con la Estatua de La Libertad. No tenemos amigos,
no tenemos familia, no disfrutamos de una tertulia, de una comida ni de un
libro. Tenemos imágenes. Cientos, miles de imágenes que no hacen más que
demostrar lo solos que estamos. Y, lo que es peor, lo solos que nos morimos,
cuando nuestro cadáver solo sirve para que un imbécil nos saque una foto con su
móvil y la ponga en su Facebook. Eso sí, con un lacito negro para que se vea
que es solidario. Qué asco, hijo.
Gonzalo Rodríguez-Jurado Saro
Suscribo desde la primera a la última palabra que has escrito, Gonzalo.
ResponderEliminarGracias, Carmen. Ya sabes que tu opinión es muy importante para mí.
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