martes, 21 de marzo de 2017

Alarguizar las construcciones verbales con el fin de ofrecer un perfil culturalmente más definido

O lo que es lo mismo, alargar las palabras para parecer más cultos. Eso es justo lo que tenemos que aguantar desde que incultos, iletrados y ágrafos, mandan, reinan  y disponen en periódicos, radios, televisiones e instituciones públicas. ¡Hala, que exagerado es usted: la palabra “alarguizar” ni existe ni la usa nadie! Estará usted pensando. Pues lo mismo pensaba yo cuando empecé a oír la palabra “posicionarse” y ahora está en el Diccionario de la Real Academia, mire usted. Claro, que con el tipo de académicos que nos gastamos últimamente, nada es de extrañar. Ni siquiera que exista la palabra “guay”: una palabreja sacada en su día de los registros del habla marginal, y que últimamente solo utilizan los papás horteras para intentar hacerse amigos de sus hijos. Los cuáles se mueren de vergüenza cuando les oyen hablar, por cierto.

Pero vayamos al asunto que nos ocupa: que la Real Academia acepte “posicionarse” para sustituir a sus sinónimos ubicarse, colocarse o situarse, es como que acepte el término “posesionar” para referirse a tener o poseer. Sí, ya sé que la Academia lo que tiene que hacer es asumir el habla de la gente corriente. Lo que no tengo claro es si la gente que alarga las palabras es corriente o si la gente corriente alarga las palabras. Pero bueno, nada es de extrañar en un país de paletos que “nomina” a la gente en lugar de nombrarla, señalarla o apuntarla. Un país que pudiendo tener una Fiscalía Contra la Corrupción y el Crimen Organizado, tiene una Fiscalía contra la Corrupción y la Criminalidad Organizada. Pero es que claro, dónde va a parar, es muchísimo más peligrosa la “criminalidad” organizada que el crimen organizado. Y es que es lógico: siendo más larga la palabra, asusta más. Que es lo mismo que pasa con el anuncio en radio de un conocido bufete de abogados: prometen devolver a sus clientes el dinero que en su día pagaron por los gastos de “escrituración” de sus pisos. Yo no me fiaría de un abogado que no sabe lo que es la escritura de un piso, pero bueno, allá cada cual. En todo caso, nada es de extrañar en un momento y lugar en que ya nadie tiene abogado sino abogados: cualquier paleta de esas que salen en los programas de cotilleos, amenaza a todos sus contertulios con poner lo que le han dicho en manos de “miss abogados” ¿Para qué tener un abogado pudiendo tener varios? Sobre todo para tratar asuntos tan delicados. Claro, que si luego oyes hablar a “suss abogadoss”, comprendes mejor la situación: hace tiempo que los abogados no te pasan la minuta, sino que cobran “suss honorarioss”, que ya hace falta ser hortera. Y es que claro, estas cosas siempre están cargadas de una enorme “emotividad”, que aunque a usted le parezca que es lo mismo que emoción, no tiene nada que ver: es muchísimo más emotiva la “emotividad” que la emoción. Pero como de aquí a Lima, vamos.

Así que ya lo sabe: a no ser que sea usted titular de algún “aforamiento” que garantice su capacidad de opinar, no se meta en líos. Podría ser usted titular de algún fuero, pero eso no es lo mismo. Y además suena a medieval, faccioso y preconstitucional. Y de hecho lo es, pero cualquiera lo dice.


Gonzalo Rodríguez-Jurado

jueves, 2 de marzo de 2017

"...que la culpa la tienes tú"

Ese era el estribillo de una vieja canción que todos los que tenemos más de cincuenta, hemos cantado cientos de veces. En ella se hablaba de la muerte de un pobre borrico, de cierta tía vinagre. Dios lo sacó de “esta vida miserable”, pero la culpa la tienes tú. Y esto viene a cuento para ilustrar algo que, en mi opinión, condiciona seriamente nuestro modo de vida, nuestra trayectoria vital y hasta nuestro desarrollo. Ahora lo veremos. Y no, no me he sentado a escribir después de una noche crapulosa de alcohol y rumba, ni de experiencia místico-lisérgica alguna. 

El hecho es que, ya desde niños, se nos viene inculcando insistentemente, entre canciones, cuentos, clases y catequesis, el concepto de la culpa. Y si digo insistentemente, no es por adornar ni por redondear la frase. Es, sencillamente, porque creo que el sentimiento de culpa está intrínsecamente unido a los españoles y a todos aquellos pueblos con los que hemos compartido nuestra vida y nuestra Historia. No conquistado, que ese es un concepto distinto, propio de otras culturas y de muchas inculturas. Y lo está además, atrincherado en resistencia numantina, frente a aquellos pueblos que, paradójicamente, expulsaron de su vocabulario, de su Historia, de su cultura, de su religión y de su enseñanza el concepto de culpa. Los mismos que asumieron las doctrinas de Lutero y de Calvino, en las que el hombre es dueño de su propio destino, y ese destino será como cada uno quiera que sea. Doctrinas que legitiman todo aquello que una persona haga por buscar su felicidad y su bienestar, siempre que sea respetando a los otros. Hasta trabajar, ahorrar dinero y ser rico. Aunque ya lo publiqué en un artículo hace años, no está de más recordarlo: Cualquier español -cualquiera, insisto- a quien tú le digas que tiene mucho dinero, se te revolverá como si le hubieras pisado el rabo, alegando que no tiene tanto, que tiene muchos gastos o que tú tienes mucho más dinero... Y no me acuse nadie de acomplejado: cualquiera que haya leído un mínimo de Literatura clásica española, comprenderá que en España siempre se han considerado el trabajo y su consecuencia, el dinero, como una maldición bíblica. Tan innecesario como degradante. Cada uno tiene que ocupar el lugar que Dios le asigna en la sociedad, y molestarse en cambiar eso podría considerarse hasta ir en contra de la voluntad de Dios. 

Una de las consecuencias más inmediatas es la forma que, como decía más arriba, tenemos los españoles de enfrentarnos a los problemas. Por supuesto, no todos los españoles ni a todos los problemas. Pero valga como generalización; y que nadie me cuente lo que ya sé se las generalizaciones, que aunque sirvan para equivocarse, también sirven para ilustrar. Cuando un español, digo, tiene un problema no busca una solución, busca un culpable. Una vez encontrado el culpable, el problema persiste y, de hecho, muchas veces se agravará con el tiempo. Sin embargo, parece que no, pero lo de tener alguien a quien echar la culpa, ayuda mucho. No sé a qué ayuda, pero ayuda. Si no consigo vender una casa a un cliente, en ningún caso será porque yo no haya sabido conectar con sus necesidades, será obviamente porque la imbécil de su madre, cuando vino a verlo, no paraba de encontrar defectos a la casa. Si no he alcanzado un ascenso en mi trabajo, que tenía que ser para uno de los tres, no será porque otro haya tenido mejores méritos que yo sino porque se arrastra como un gusano. Por supuesto, un suspenso siempre es culpa del profesor; un accidente de tráfico culpa del otro; una avería en casa, culpa del chapuzas que hizo las tuberías; un mal resultado de mi equipo, culpa del árbitro, del equipo contrario, de su afición y del que corta las entradas en el estadio; la detención de mi hijo es culpa de sus amigos, que fuman droga o incluso del propio policía; y qué decir de mi separación: por supuesto es por culpa de mi ex.

Y conste además, que la culpa de que no queramos aprender es de los profesores, que no saben enseñar.


Gonzalo Rodríguez-Jurado Saro