Los que no somos tan jóvenes
(ni tan mayores, qué demonios), hemos leído esta relajante frase, infinidad de
veces en iglesias, bares, comercios y muchos otros locales públicos. Y es que,
por más que ahora a muchos les parezca una obviedad, hasta no hace mucho, había
gente que tenía la bonita costumbre de compartir sus flemas con el resto del
mundo. Cruces de llama andina y cerdo Duroc, que ejecutaban sus gargajeos independientemente
de las prohibiciones escritas en la pared. De hecho, aún quedan especímenes de
esta clase pero ya casi siempre circunscritos a la vía pública. Algo hemos
avanzado, gracias a Dios, aunque aún no estamos del todo libres de una poco
agradable pisada. Mira, en eso llevamos ventaja los que, por no ser mujeres ni
ser de Podemos, no llevamos sandalias de suela plana.
Y si usted a estas alturas
del artículo, todavía no ha decidido dejar de leerlo, se estará preguntando a
qué viene tan salival y poco agradable asunto. Pues a la muy hispánica
costumbre de, no solo no leer los carteles, sino de ignorarlos o de,
sencillamente, no saber interpretar lo que leemos. O, lo que es más frecuente,
de leerlos e interpretar que se dirigen a los demás, pero en ningún caso a nosotros
mismos. Pues esto viene a cuento de que en estos momentos vengo de una consulta
de la Sanidad pública. En Madrid, aunque somos tan malos y dicen que se vive tan
mal, tenemos una excelente Sanidad pública y, aunque el que suscribe tiene su seguro privado, hace años que la uso de manera habitual. Pues bien, a lo
que vamos. Vengo de estar en una sala de espera de no más de veinte metros
cuadrados, en la que había no menos de cinco letreros que prohibían expresamente
y por razones obvias, el uso del teléfono móvil. La misma sala en la que de
siete personas, cinco estaban hablando por el teléfono móvil. Y claro, uno que
es bien pensado por principio, supone que, si la gente ignora de manera tan
flagrante las normas de educación y de convivencia, debe ser por algún motivo más
que justificado. Así que decido enterarme: “Sí, ponlas en agua que luego yo ya
iré, que estoy en el médico con mi madre”; “Sí, estamos aquí. Ya hemos venido”; “Mamá,
estoy con Papá”; “Sácale tú, que yo no sé a qué hora iré, no se lo vaya a hacer
en casa”…
En mis tiempos, cuando
alguien se saltaba las normas y molestaba a los demás, por ejemplo escupiendo
en el suelo de un local público, se le llamaba maleducado, atún, cenutrio… o
cosas peores. Ahora se les llama insolidarios…
o ni siquiera eso. Claro, parece que ser tachado de insolidario es
asunto que debe de quitar el sueño a poca gente. Pero siendo grave el hecho de
que se haya dejado de llamar a las cosas por su nombre, lo realmente grave en
mi opinión, es que sean cinco de cada siete o siete de cada diez, los que
incumplan las normas. Imagínese usted, si hubieran sido siete de cada diez los
que escupían en el suelo de la parroquia.
Gonzalo Rodríguez-Jurado Saro