lunes, 7 de marzo de 2016

Prohibido escupir en el suelo


Los que no somos tan jóvenes (ni tan mayores, qué demonios), hemos leído esta relajante frase, infinidad de veces en iglesias, bares, comercios y muchos otros locales públicos. Y es que, por más que ahora a muchos les parezca una obviedad, hasta no hace mucho, había gente que tenía la bonita costumbre de compartir sus flemas con el resto del mundo. Cruces de llama andina y cerdo Duroc, que ejecutaban sus gargajeos independientemente de las prohibiciones escritas en la pared. De hecho, aún quedan especímenes de esta clase pero ya casi siempre circunscritos a la vía pública. Algo hemos avanzado, gracias a Dios, aunque aún no estamos del todo libres de una poco agradable pisada. Mira, en eso llevamos ventaja los que, por no ser mujeres ni ser de Podemos, no llevamos sandalias de suela plana.

Y si usted a estas alturas del artículo, todavía no ha decidido dejar de leerlo, se estará preguntando a qué viene tan salival y poco agradable asunto. Pues a la muy hispánica costumbre de, no solo no leer los carteles, sino de ignorarlos o de, sencillamente, no saber interpretar lo que leemos. O, lo que es más frecuente, de leerlos e interpretar que se dirigen a los demás, pero en ningún caso a nosotros mismos. Pues esto viene a cuento de que en estos momentos vengo de una consulta de la Sanidad pública. En Madrid, aunque somos tan malos y dicen que se vive tan mal, tenemos una excelente Sanidad pública y, aunque el que suscribe tiene su seguro privado, hace años que la uso de manera habitual. Pues bien, a lo que vamos. Vengo de estar en una sala de espera de no más de veinte metros cuadrados, en la que había no menos de cinco letreros que prohibían expresamente y por razones obvias, el uso del teléfono móvil. La misma sala en la que de siete personas, cinco estaban hablando por el teléfono móvil. Y claro, uno que es bien pensado por principio, supone que, si la gente ignora de manera tan flagrante las normas de educación y de convivencia, debe ser por algún motivo más que justificado. Así que decido enterarme: “Sí, ponlas en agua que luego yo ya iré, que estoy en el médico con mi madre”; “Sí, estamos aquí. Ya hemos venido”; “Mamá, estoy con Papá”; “Sácale tú, que yo no sé a qué hora iré, no se lo vaya a hacer en casa”…


En mis tiempos, cuando alguien se saltaba las normas y molestaba a los demás, por ejemplo escupiendo en el suelo de un local público, se le llamaba maleducado, atún, cenutrio… o cosas peores. Ahora se les llama insolidarios…  o ni siquiera eso. Claro, parece que ser tachado de insolidario es asunto que debe de quitar el sueño a poca gente. Pero siendo grave el hecho de que se haya dejado de llamar a las cosas por su nombre, lo realmente grave en mi opinión, es que sean cinco de cada siete o siete de cada diez, los que incumplan las normas. Imagínese usted, si hubieran sido siete de cada diez los que escupían en el suelo de la parroquia.

Gonzalo Rodríguez-Jurado Saro