martes, 17 de febrero de 2015

Cincuenta tontas de Grey

Siempre he dicho, y a lo mejor hago mal en decirlo públicamente, que mi salud mental, mi escasa paciencia y mi resistencia a la tomadura de pelo, me dictan la norma de prudencia de no leer un best seller. Que, para quien no se sienta obligado al uso mixto del inglés y el español, significa un éxito editorial. Sin embargo, en un par de ocasiones me salté mis principios acuciado por la presión mediática, las recomendaciones de tertulia -eso me pasa por no hablar de fútbol- y el “no te lo puedes perder”. Nunca lo hiciera. La primera fue con Los Pilares de la Tierra, y menos mal que me empeñé, porque no las tenía todas conmigo de llegar a terminarlo. La segunda y última, ahora sí que sí, El Código Da Vinci. Difícil encontrar a nadie que escriba tan mal, sabiendo tan poco de Roma, de la Iglesia, del Opus, de los Iluminatti, de los masones ni de construir una novela. Ni tan siquiera una frase. A ver cuando nos enteramos de que para escribir, no basta con inventarse una historia, hay que saber contarla.

Pues volviendo a mis principios, me he negado a leer la trilogía de moda que, por las referencias que tengo, tan bien bautizada ha sido como “porno para mamás” o para niñas buenas. Calidad literaria aparte, me ha sorprendido que haya tantas aficionadas al sadomasoquismo, que una historia de dominación haya subido la libido a tantas señoras. Uno que siempre, por consejo materno, se ha esforzado en dar a las mujeres un exquisito trato. Especialmente, cuando por edad me tocaba cortejar, galantear, requebrar y conquistar. Si llego a saberlo… Si llego a saber que el objetivo en las fiestas de El Tiro, no era ligar con alguna incauta para llevártela al hoyo tres a “contar estrellas” sino a darle de zurriagazos; si llego a saber que lo que se esperaba de mí no era un roce con la mano ni un beso furtivo, sino un fustazo y tente tiesa, que como te muevas te reviento; que en El Chato el mejor fin de fiesta hubiera sido dejar a alguna atada a un pino; o que el culmen de aparcar en el Cristo del campamento, hubiera sido correr a guantazos a la parte contraria y acordarte de todos sus muertos. Si lo llego a saber, digo, a lo mejor habría planificado mucho mejor mis salidas nocturnas. Que si ya era incómodo salir sin saber si ibas a terminar rodando por el suelo de una peña con la nariz ensangrentada, imaginemos lo que hubiera sido tener que salir, sabiendo que tu objetivo es terminar azotando a la hija de la pareja de gym rummy de tu madre.

Aparte de todo eso, también hay que tener en cuenta que una cosa es verlo con actores jóvenes y guapos, o leerlo teniendo que imaginar al azotador y a la azotada; y otra muy distinta atar con una guita a una tía despeinada, con una camiseta de la peña llena de vino y las zapatillas oliendo a charco de pis. Como me imagino que no debe ser lo mismo que te azote un multimillonario, propietario de decenas de empresas, en su propio avión y con sus trajes impecablemente cortados, que un destripaterrones borracho, apestando a cubata en vaso de plástico. Pero es que la libido tiene esas cosas, señora: lo importante no es lo que haces sino cómo lo haces.

Pues eso, que a ver si estrenan ya la película y nos relajamos un poquito, que está cerca el verano y no quiero follones en El Tiro.


Gonzalo Rodríguez-Jurado Saro

jueves, 12 de febrero de 2015

Modas y modos

Es evidente que a lo largo de la Historia podemos encontrar infinidad de ejemplos de gente dispuesta a sufrir por ir a la moda. Más aún, ejemplos de modas que, vistas al cabo de los años, hacen enrojecer al más pintado. En concreto recuerdo de mi época de juventud la moda de los zapatos Paredes (“Súbete por las paredes”) o los Kío´s (“Cómprate unos Kío´s, tío”). La gracia consistía en tomar unas zapatillas de deportes y reconvertirlas en zapatos con alza y tacón, zapatos de cuña o incluso de tacón. Con las consecuencias previsibles, claro. O una segunda moda, de la que sin duda renegarán todas aquéllas que en su día se apuntaron a ella, y que no era otra que ponerse calcetines blancos de puntillas. A esta última le llamábamos algunos, con bastante sorna, llevar las bragas en los pies.

Y es que en este negocio de la moda hay bastantes axiomas que todo aquél que decida dejarse arrastrar, debe tener en cuenta: En primer lugar, la moda no es para todas. Efectivamente, en la época en que arrasaba la película Grease, de John Travolta y Olivia Newton-John, había que ver las decenas de kilos de carne comprimida que pasaban por la calle, envueltos en una especie de plástico negro, simulando ser unos pantalones de cuero. O auténticos “miajones de pan mojao” que hasta entonces se habían cortado el pelo a flequillo, peinados desde entonces con gomina, con cazadora de cuero negro, moviendo las caderas y dando saltitos al andar.

En segundo y no por eso menos importante lugar, está el principio, inculcado desde su más tierna infancia en nuestros jóvenes por sus ansiosos progenitores, de que para presumir hay que sufrir. Y que algunos toman al pie de la letra, sin duda: durante esta última quincena, más o menos, hemos sufrido en España uno de los peores temporales de frío que recuerdan los más viejos del lugar. Me niego a llamar ciclogénesis explosiva u ola de frío siberiano, a lo que toda la vida se ha llamado un temporal de invierno pero bueno, este es otro asunto. El caso es que, cuanto más frío, más humedad y más viento han hecho, más jovenzuelos y jovenzuelas he visto andando por Madrid sin calcetines. Al principio, pensaba que se trataba de una chaladura individual; cuando lo seguí viendo, me pareció que sería una coincidencia: o varios chalados en muy poco tiempo o alguien que ha salido a por el pan y le daba pereza ponerse los calcetines, qué sé yo; pero ya cuando lo vi en mi propia casa, comprendí que la crisis era mucho más grave de lo que los síntomas iniciales indicaban. A nadie que tenga o haya tenido una hija de dieciocho años, le voy a hablar yo sobre la inutilidad de intentar explicarle que, en su escala de valores, ha de prevalecer el de preservar su propia vida sobre el de ir a la moda.

Al final, está todo inventado. Es obligación de los padres prevenir a los hijos de los peligros que, de no seguir sus sabios consejos, les acechan; y es obligación de los hijos, ignorar olímpicamente los consejos que sus sacrificados padres les dan para reconducir sus vidas y evitar que caigan en los mismos errores que ellos cayeron. En los que, por cierto, cayeron cuando ignoraron los consejos que sus pesadísimos padres les daban. Que siga girando la ruleta…

Gonzalo Rodríguez-Jurado Saro