“Hoy no me puedo levantar”.
Ese es el título de una famosísima canción de los años ochenta ahora convertida
en musical. Una canción que lanzó a la fama a Ana Torroja y a los hermanos
Cano, a Mecano. Fueron aquéllos años maravillosos para los que entonces
enfilábamos la mayoría de edad, para los que veníamos de unos setenta que
habían sido de nuestros hermanos mayores. Todavía recuerdo aquellos primeros
pasos en las discotecas. Primero, cómo no, en verano en La Granja, en Liberty o
en La Tertulia. Granadina con piña o San Francisco, jarabe con sabor a frutas…
y algún que otro ron con limón si el camarero “se dejaba” engañar. Fue en
aquellas correrías en Topaz, en la calle Orense, con los amigos del colegio de
Joaquin Barbadillo donde conocí a Nacho Cano. Y donde me reí de él cuando me
dijo que quería ser cantante: “¡Pero si tú no sabes cantar!” “A ver Nacho,
cántanos algo ¿ves? No tienes ni idea de cantar”… menos mal que no he tenido
que vivir de mis dotes adivinatorias. También andaba por la zona Antonio, el
hijo de Lola Flores que luego se haría famoso llamando isla de Palma a la isla
de Mallorca, pero este no salía de un pub llamado Agarsimón. Y que como casi
todo el mundo sabe, acabó como tantos otros de nuestra generación. Descansen en
paz todos ellos.
Venía a cuento recordar
aquella canción, porque no era sino fiel reflejo de una costumbre que se
empezaba a generalizar ya de manera irreversible y que llegará hasta nuestros
días, corregida y exagerada hasta la náusea. Y esa costumbre no es otra que la
de salir por la noche hasta el amanecer y más allá. Y es que hay quien dice que
esto es así, que en España tenemos esas costumbres debido al clima, cosa que
debe tener su parte de verdad. Aunque lo cierto es que entonces éramos muy
poquitos los que salíamos “a vida o muerte”: los porteros de las discotecas
estaban para abrirte la puerta, no había atascos lo sábados por la noche y las
copas se pagaban en la barra al pedirlas, no en la puerta. Y claro, las
consecuencias eran las que eran, “Hoy no me puedo levantar”. Si a eso le
añadimos que con la edad cambian los horarios y las obligaciones, que no es lo
mismo faltar un día al instituto porque te has acostado tarde, que hacerlo a
unas prácticas en la universidad ni mucho menos en un trabajo, al final tenemos
días de veintiocho horas, noches de tres horas y desayunos a la hora de cenar.
Un caos total, en definitiva. Un maravilloso, decadente y viscontiano caos.
Lo que ya parece un poco más
complicado es hacer compatible ese tipo de de vida con un horario normal de
trabajo, equiparable al del resto del mundo con el que, de una manera o de otra,
tenemos que estar coordinados casi para cualquier actividad. Consecuencias de
la globalización. Y es que en el resto del mundo, tengan el clima que tengan,
la gente lo que hace es trabajar de nueve a cinco. Se levantan, desayunan bien,
se van a trabajar, a la una toman un pequeño refrigerio y a las cinco se les
apaga el ordenador… después de eso, casa, niños, colegios, tiendas, una buena
cena y a dormir. Que gente más rara ¿no? Es mucho más lógico lo que hacemos en
España que, como siempre, tenemos que explicar al resto del mundo cómo se deben
hacer las cosas. Para que luego nos tengan envidia.
Te levantas a las siete,
destrozado después de haberte acostado a la una -ayer hubo fútbol, el partido
del siglo- , te tomas un café a la carrera y sales corriendo al bar. Allí pides
otro café con una tostada. Por supuesto, el camarero te conoce y sabe que lo quieres
descafeinado, con leche templada en vaso y con dos sobres de azúcar. Y yo me
pregunto ¿es posible que en una mesa de doce españoles ninguno tome el café
igual que otro? De ahí sales corriendo para coger tu coche y meterte en el
atasco de todos los días… si hay suerte y no llueve claro, que si no es peor. O
no, depende, porque vas a aprovechar el atasco para poner al día los papeles
que te trajiste ayer de la oficina y que no tocaste porque había partido. Y de
paso harás dos o tres llamadas. Si total, en el atasco no hay guardias, puedes
hablar tranquilo. En cuanto llegas a las ocho y media, otro café. Te lo llevas
a tu mesa, enciendes el ordenador y abres tu correo. ¡Buf, media hora leyendo
correos! Pero primero ese café. Entre pitos y flautas, las nueve y media y a
las once hay reunión. Bueno, pues ya hasta que pase la reunión no puedo hacer
nada… y después de la reunión, otra reunión con los del departamento para
comentar la reunión. Y para sacar en conclusión que estas reuniones no sirven
para nada. Por cierto, hay que hablar lo de las vacaciones. Total, las doce y
media y no hemos desayunado. Café y pincho de tortilla en el bar y mientras,
comentamos lo de las vacaciones… y el golazo de Cristiano de ayer ¡Y lo de su
ficha, que vaya tela con la de gente que hay pasando hambre! Una y cuarto,
llegas a tu mesa y recado de tu jefe: hoy comemos con clientes ¡vaya tela!
Bueno, en el fondo paga la empresa y a tu jefe le gusta el chuletón que dan en
el vasco de la calle Orense. Allí quedáis con los clientes y mientras llegan,
cervecita. Una vez sentados, entrantes y chuletón para todos menos para la jefa
de compras de tu cliente, que pide solo vichyssoise,
la tía pedorra. Y vino como para una boda, que como dice tu jefe el fin
último de estas comidas es ablandar las condiciones del contrario. Lo malo es
que él se suele “ablandar” un par de botellas en cada comida. Bueno y tú
también, ya que estamos. Total, lo que tenías que hacer ya lo has dejado listo y
si no cae hoy, caerá mañana. Por la tarde, si te dejan tranquilo, igual cae
media horita de siesta en el despacho. Gloria bendita, se despierta uno como
nuevo. Seis de la tarde, hora de salir. Pero a ver quién es el guapo que sale a
las seis si está todo el mundo liadísimo y andando de acá para allá. Carpeta
bajo el brazo y a pasear por el pasillo. Para estos casos hay varios recursos
útiles: primero, pedir a la secretaria o al administrativo algo que le impida
salir a su hora. Parece que si molestas a alguien eres mucho más importante. Segundo,
llamar a cuantos jefes puedas: ya que te has quedado, que se sepa. Tercero,
llamar a los proveedores: deben saber que tú eres un cliente exigente y que
estás en tu despacho hasta las ocho, las nueve o las doce si hace falta, por lo
que no puedes consentir un fallo ni un retraso. Y cuarto, abrir todos los
correos guarros, antibarcelonistas y chistosos que hayas recibido y reenviárselos
a todos los miembros de la lista de correo que tienes con el nombre de “Bandarras”.
Nueve y media. A ver si hay suerte y el jefe se quiere venir a tomar un gin
tonic en el pub del Míguel, que los prepara buenísimos, con una tónica especial
que le traen de Amsterdam, cardamomo y bolitas de pimienta. Si no nos alargamos
mucho, igual llego a casa antes de las doce y veo a los chicos todavía despiertos.
Un beso, bandeja en el salón y a ver
reportajes en el Plus hasta las dos o dos y media… Esto es vida.
Lo que no entiendo es que
todavía no hayan aprendido de nosotros en el resto del mundo.
Gonzalo Rodríguez-Jurado
Saro