viernes, 21 de marzo de 2014

Tiempos y costumbres: de ucranios y malasios

Dice el rumor que corre por tertulias y mentideros que esta generación, presuntamente la mejor formada de la Historia, es muy desgraciada. Y parece ser que lo es porque aunque todos tienen dos carreras, tres masters y hablan inglés perfectamente, no encuentran un trabajo “digno” que les permita independizarse. Desde luego, si la cosa fuese cierta, sería para amotinarse, sublevarse, tomar La Bastilla y defenestrar al Comendador. Pues vamos a ver, porque a mí hay algo que no me cuadra.

En primer lugar ¿a qué llamamos independencia? ¿incluye la independencia poseer un coche propio, una casa propia, dinero para veranear un mes en un hotel de Mallorca y salir a cenar todos los fines de semana? ¿incluidos los jueves, ahora llamados “juernes”? Por supuesto sé que quien se queja de no poder independizarse me dirá que en absoluto necesita todas esas cosas para hacerlo. Pero a lo que voy es a que, según pongamos de alto el listón, tendremos más o menos posibilidades de alcanzarlo y superarlo. Y en mi opinión ese listón está cada vez más alto para los jóvenes. Lo malo es que muchas veces no es porque nadie se lo haya puesto ahí arriba. Nadie aparte de ellos mismos, claro.

Por otra parte ¿qué es un trabajo “digno”? ¿hay alguno que no lo sea? En mi opinión hasta las putas tienen un trabajo digno, siempre que el negocio sea libremente contratado entre dos adultos responsables. Lo único que les hace perder la dignidad es que no cotizan IRPF ni Seguridad Social, aunque tengan todas las prestaciones. Es decir, que se las pagamos los demás con nuestro trabajo. Como a tantos otros, por otra parte. No, sospecho que la mayoría de los que se quejan de que un trabajo no es digno, se refieren a la “dignidad” en euros. Pero eso, me temo, es una cuestión de mercado: si todos queremos ser abogados, habrá centenares de abogados y los abogados cobrarán muy poquito. Sin embargo, si nadie quiere ser enterrador, habrá muy pocos enterradores y los enterradores cobrarán mucho. Fácil de entender ¿no?

Respecto a lo del inglés, me echo a temblar ¿Cómo es posible que nadie diga que sabe hablar inglés perfectamente si no sabe hablar español, que es su lengua materna? ¿Todos? No todos, supongo, pero lo que sí es cierto es que los que se supone que deberían saber hablar, porque se ganan la vida escribiendo, no saben. Y es que llevamos unos días trágicos. Y no tan trágicos por los sucesos que están teniendo lugar, como por la forma de contarlos ¿Es que los directores de los periódicos no se leen las noticias que publican sus empleados? ¿Nadie pregunta a un periodista cuando le contrata si sabe escribir? ¿Nadie en su facultad le ha enseñado que existen los adjetivos? ¿ni que los adjetivos que designan el lugar de origen del sujeto se llaman gentilicios? ¿ni que el gentilicio del originario de Ucrania es ucraniano y no ucranio? ¿y el de Malasia malayo y no malasio? Eso aunque solo fuera por haber leído de jóvenes a Salgari -sí hombre, el de Sandokán-, pero me temo lo peor… Y menos mal que se ha pasado de moda lo de Bosnia-Herzegovina porque a los pobres bosnios les llamaban bosniacos.

En cuanto a lo de las “tres carreras”, esas que han terminado con veintiún años, supongo que serán de un año y medio cada una, naturalmente. Si no, no me salen las cuentas. Claro, que si en periodismo no estudian Lengua Española, entiendo que las ingenierías se buscarán en Google ¿Por qué no? Y de los masters ya ni hablamos, por supuesto. Antes también existían, pero se llamaban prácticas o pasantías y aunque poco, los pagaban en lugar de cobrarlos. Claro que si hay un tonto dispuesto a pagar, siempre hay un listo dispuesto a cobrar. Pero eso es la vida misma.


Gonzalo Rodríguez-Jurado Saro

lunes, 3 de marzo de 2014

Hasta siempre, hermano

Desde luego no hay nada como decir “de este agua no beberé”. En alguno de los primeros artículos de Tiroleses, dije que no quería convertir esto en una crónica social, de eventos ni mucho menos de necrológicas. Creo que esta es ya la quinta reseña que hago por la muerte de “uno de los nuestros”. Y es que Adolfo era uno de los nuestros. Como él mismo me dijo este verano, “Gonzalo, olvídate, tus verdaderos amigos son los de La Granja. Puedes tener otros o haberlos encontrado después, pero los que te van a responder en momentos difíciles son los de aquí, los de cuando eras niño”. Nada que añadir, excepto que eso ya lo sabía yo.

Adolfo vivió como él quiso vivir, sin ataduras y sin molestar a nadie, pero sin callarse delante de nadie. Y cuando digo sin ataduras me refiero a la principal atadura a la que todos nos sometemos con placer, que no es otra que el dinero. Puedo dar fe de que en muchas ocasiones renunció al dinero sin el más mínimo aspaviento, sin considerar que estuviese haciendo nada extraordinario. Como la vez que sacó todos sus ahorros del banco para pagar la nómina de la gente que trabaja en el campo, porque una subvención se había retrasado y no había liquidez. Lo malo es que ese dinero lo tenía ahorrado para hacer un viaje que llevaba más de un año planeando. Jamás pidió que se lo devolvieran.

Y murió como a muchos nos gustaría morir, rodeado de su madre, de todos sus amigos, de todos sus hermanos, tíos y sobrinos; consciente hasta el último día, y sabiendo lo que iba a pasar casi desde el primer día. Y sin perder el sentido del humor, por supuesto. Con ocasión de su último ingreso tuvieron que hacerle varias pruebas, para lo que fue necesario trasladarle por dentro del hospital en su cama. Ante la mirada curiosa de la gente que se encontraba por los pasillos, se retiró la máscara del oxígeno  y dirigiéndose a una señora le dijo “me llevan al crematorio”. O también durante ese mismo ingreso, estando semiinconsciente abrió los ojos y dijo a varios de sus amigos allí presentes “no vais a heredar nada, cabrones”. Antes de eso, estando todavía en casa y en una de sus tremendas crisis respiratorias, recibió a una visita diciéndole “¿vienes a velarme?”

Estoy seguro de que cada uno de los que le conocisteis, tendréis una o cien anécdotas como estas. Conservadlas, pues es en ellas donde ahora está Adolfo. Donde siempre va a estar hasta que nadie las recuerde. Hasta que nadie nos recuerde.



Gonzalo Rodríguez-Jurado Saro